Hablan con alguien ahí
fuera. Un par de borrachos, pienso. Se despiden. Entran en el cajero y se
acomodan mientras introduzco la tarjeta. Dan un último sorbo al cartón de vino
al que se aferran como a un brasero. No dicen nada. No piden nada. Se tumban
como cada noche enfundados en el saco –uno rojo, otro azul-, tosen, frotan un
pie contra el otro o realizan uno de esos gestos cotidianos propios del
preámbulo al sueño.
Y se duermen. O, al
menos, lo intentan.
Antes era sólo uno.
Ahora son dos quienes comparten el espacio y han dejado de buscar una casa de
treinta metros y se apañan con los veinte -¿veinte?- del cajero.
Tecleo el número secreto
y aguardo la llegada de un billete con el que pagar la cena, el alcohol, el
ritual nocturno de un sábado cualquiera. Durante el segundo previo a la
retirada del dinero, los observo ahí, al lado, cerca, y me sobrevienen todos
los lugares comunes del miedo. Atracos, una navaja, robos. Acto seguido, me
siento idiota. Así, pura y simplemente idiota, porque no ha sucedido nada –o todo,
según se mire-.
Algo tan sencillo como
teclear un número y, por arte de magia, obtener dinero. Algo tan sencillo como
perder tu casa y tu trabajo, la posibilidad de obtener dinero en un cajero.
Entonces mejor cierras los ojos y te duermes. Que todo se detenga para no ver
cómo el mundo calla y baja la mirada.
Guardo el billete en la
cartera y miro al hombre embutido en el saco rojo. Hace rato que me observa.
Desnuda, frente a él, siento que voy tornándome piedra. Me redime con un buenas noches y salgo a la noche. Pero
ya no tengo hambre, porque la vida acecha como una hiena y cada vez me pringo más
la boca, las manos, los ojos.
Una puta guerra, me dice una amiga cuando le cuento lo
ocurrido, esto es una puta guerra mundial
y silenciosa. ¿No lo ves? Ya no
necesitan armas. Es mucho más dañino. No hay un rostro contra el que rebelarse.
Ya tienen a Grecia, España e Italia y en breve se harán con Francia, dice.
Pero hay que hacer algo, le contesto. Sí,
está claro, dice, yo me lo pienso beber todo antes de que esto
explote. Y se aleja a hablar con otra amiga.
Pétrea, introduzco mi mano
en el bolsillo que se estremece por última vez frente al tacto frío del billete
de cincuenta. Tengo miedo de que, cansado de mirar, mi cuerpo se convierta en
piedra.